La noche me había encontrado sumergida en el estudio de un libro que me había llamado la atención de entre todos los que reposaban ordenadamente en las estanterías después de un buen rato de búsqueda, y la oscuridad era ya tal que fui incapaz de seguir leyendo. Me froté mis cansados ojos y sacudí la cabeza tratando de disipar el agotamiento que me embargaba. Sentía todo el cuerpo agarrotado y los pies entumecidos. Me incorporé ignorando el dolor que recorría mi columna y caminé unos pasos alrededor de la mesa.
Encendí una lámpara de aceite que había llevado conmigo y miré alrededor. Me encontraba completamente sola. Ni siquiera recordaba el momento en el que el bibliotecario había avandonado la estancia. Probablemente se hubiera despedido de mí, y yo, absorta como estaba en mi lectura, ni habría contestado. Sin embargo, estaba segura de que el ogier, tan amable y dispuesto siempre conmigo, no se molestaría con mis malos modales.
En la mesa había una gran cantidad de volúmenes y pergaminos llenos de anotaciones que había ido apilando a lo largo del día. Aquel desorden desentonaba con el lugar. La biblioteca era una estancia grande pero sencilla en cuyas paredes habían altas estanterías de madera cantada adornada con intrincados dibujos de hojas de diferentes variedades de árboles. Éstas soportaban el peso de numerosos tomos colocados en un completo y armonioso orden dependiendo del conocimiento sobre el que versaban y su tamaño. En el centro varias mesas y sillas con los mismos adornos que sus vecinas completaban todo el moviliario. Pero lo que más me gustaba era el ambiente que se respiraba: un casi completo silencio que invitaba a sumergirse entre aquellas páginas mezclado con el característico olor de los libros, de los viejos y de los nuevos.
Me acerqué de nuevo a la mesa y comencé a recoger mis anotaciones y a distribuir los libros según la ubicación a la que debían ser devueltos. A pesar de todo el esfuerzo, tenía la sensación de no haber conseguido avanzar demasiado en la tarea que me había propuesto desde hacía días. Durante el proceso recogí un mapa en el que se habían representado las tierras del oeste que había estado copiando horas antes. Seguramente necesitaría realizar diferentes marcas y anotaciones sobre él y no quería dañar el original. Alisé bien el pergamino con el fin de guardarlo correctamente y no darle un motivo más al bibliotecario para reprochar mi actitud, y me quedé contemplando los nombres de las distintas naciones como si los viera por primera vez, aunque a aquellas alturas podría visualizar la imagen en mi mente sin necesidad de disponer de la misma.
Desde que por fin había comprendido mi naturaleza real y había comprendido quién era, me había obsesionado poco a poco en un objetivo. Una misión autoimpuesta que había estado persiguiendo durante gran parte de mi no tan larga vida. Una búsqueda que hacía años había iniciado en mis viajes y que aún, a día de hoy, no había conseguido terminar. ¿Lo lograría algún día? No estaba segura de ello. Y además... Ahora tenía otras obligaciones mucho más importantes. El stedding Shangtai me necesitaba. Necesitaba mi conocimiento y mis consejos y no podría abandonarlo. Simplemente no quería avandonar a sus habitantes; a mi gente. Ellos habían confiado en mí y no podía darles la espalda. Sonreí agradecida recordando el momento en que me habían nombrado la Consejera Mayor. Había sido un momento especial. Vivir entre ogiers era especial y sus arboledas maravillosas.
Nací y crecí en las proximidades del stedding; cerca de sus habitantes, pero sin mezclarme por completo en sus vidas y sus rutinas. Sentía que formaba parte de aquel lugar tanto como las ardillas que correteaban por las ramas de los grandes árboles, los jabalís que se escondían entre la maleza o las serpientes que se deslizaban entre la densa vegetación que cubría el mullido suelo. Sin embargo, ninguna razón me llevó a querer avandonar mi humilde cabaña para iniciar una nueva vida en la compañía y seguridad de las gentes de Shangtai. Me gustaba la soledad. Pasear por aquellos bellos bosques me proporcionaban la energía necesaria para vivir cada día en paz.
Pero supongo que con el paso del tiempo mi espíritu joven empezó a no conformarse con esa pequeña porción de bosque que conocía mejor que las rugosas líneas de la palma de mi mano, y la idea de que pudieran haber otros más allá de sus límites y de los nevados caminos que lo rodeaban se hizo cada vez más persistente en mi mente. Finalmente, una necesidad acuciante inundó mi corazón, como la profunda tristeza que embarga a una dama cuando el soldado al que ama se marcha a la guerra, hasta el punto de hacerse insoportable. Y me fui. No me importaba dónde. Sólo viajé y viajé hacia el oeste y el norte.
Y conocí. Todo lo que había deseado. Todo lo que nunca había creído. Todo lo que pensaba que no era posible. El bien y el mal, el poder, el miedo, la tristeza, la pobreza, el amor, la vida y la muerte. Todo lo que hizo que hoy estuviera en esa biblioteca de Shangtai.
Pero regresé a casa, aunque no volví a instalarme en mi cabaña. En mis viajes había aprendido a apreciar la compañía. Me resultaba muy agradable una buena comida y una buena conversación con habitantes de otras tierras. En su lugar, habité una pequeña vivienda que había cerca del tocón del stedding. Parecía abandonada aunque se había mantenido bien. Nada más acercarme sentí que aquel lugar tenía algo especial, algo que me llamaba. Y nadie nunca se opuso a ello.
Poco a poco fui adquiriendo sus costumbres. Poco a poco fui haciéndome con los ogiers que habitaban el stedding. Y curiosamente, cada vez más eran los que venían a casa a visitarme para compartir un agradable rato de charla en el que tanto unos como otros intercambiábamos conocimientos además de chismorreos, no lo negaré. Cada vez más ogiers tenían en consideración mis consejos. Cada vez eran más los que me pedían ayuda para solucionar sus dificultades o problemas, pues decían que yo tenía solución para todo, o al menos sabía orientarlos en la dirección correcta.
En todos esos años, además, tuve la oportunidad de conocerme mejor a mí misma. Vivir entre ogiers comenzó a devolverme recuerdos que reconocía como míos, aunque sentía que eran de otra persona. Con su ayuda, aunque para ellos de forma inconsciente, conseguí averiguar mi verdadera identidad.
Finalmente, con el tiempo, me solicitaron que me convirtiera en la nueva Mayor del Consejo. Y lo cierto es que sentí miedo por no poder ocupar ese cargo con verdadero conocimiento, aunque me sentí alagada y abrumada por su petición y confianza. Y supe que si me negaba les fallaría. Los habitantes de Shangtai confiaban en mí y en mi sabiduría. Por ello y por ellos acepté.
La luz de la lámpara se apagó sumiendo nuevamente la estancia en una plena oscuridad. Fui consciente entonces de que había estado divagando en mis pensamientos. Era realmente tarde y no podía quedarme allí toda la noche, así que me dispuse a terminar de colocar los libros en su lugar y marcharme a casa. El cansancio era tal que mis movimientos eran más lentos de lo habitual. Quizá estaba dedicando demasiadas horas a ese trabajo. Era consciente de que si seguía así el sueño y la fatiga harían mella en mi salud. Y tenía unas obligaciones que no podía dejar de lado. Quizá era momento de pedir ayuda al resto de consejeros. Sí, probablemente ellos estarían dispuestos a colaborar en mi búsqueda. Lo pensaría con más detenimiento con la salida del sol y el inicio del nuevo día.